¿Empantanados?
El día de reflexión escuché en boca de un ciudadano al que se le preguntaba por qué se había acercado a votar, una de las frases más preclaras del período político que estamos atravesando: “Llevamos 40 años de democracia y todavía no hemos aprendido a usarla”.
Quizás no dejaba de ser una premonición de lo que está sucediendo tras conocerse el resultado electoral. Ahora otra frase parece haberse instalado en el imaginario colectivo: ¿Y todo esto para qué? Escuchemos lo que escuchemos, leamos lo que leamos, da la impresión de que todos los esfuerzos que se han hecho por mejorar nuestra democracia han sido en balde, y que tras unas elecciones que considerábamos históricas, al final estamos abocados a un país ingobernable.
¿Acaso nos hemos equivocado al votar? Uno no vota pensando en ponérselo fácil a los dirigentes políticos para que puedan formar un Gobierno a su medida. La democracia tiene estas molestias y, con mayor o menor fortuna, entre todos hemos decidido que esta vez no va a ser tan fácil y que en lugar de hacer un Gobierno a su medida tendrán que hacer otro a la medida de lo que hemos decidido los ciudadanos.
La democracia, en si misma, nunca es ingobernable y si asumimos lo contrario es que estamos insultando nuestra inteligencia. Otra cosa es la estatura de nuestros dirigentes políticos y su capacidad de diálogo para adaptarse a una realidad social que exige altura de miras en lugar de mirarse el ombligo, pero pasar de ahí a una especie de resignación personal y colectiva de un país ingobernable es un sentimiento mucho más preocupante, porque implica transformar en un fracaso lo que es una oportunidad histórica: apuntalar un sistema democrático que empezaba a mostrar peligrosos síntomas de obsolescencia.
La aritmética política que se ha abierto tras estas elecciones es también, en si mismo, un concepto perverso porque esconde, lisa y llanamente, una negociación partidista sobre el reparto del poder, y no es eso lo que está en juego. Nunca lo es en una democracia, aunque a fuerza de vivir la aritmética durante décadas la hayamos interiorizado como el eje subyacente de los resultados electorales.
Lo que ahora está en juego y lo que en realidad hemos votado en estas elecciones no es un reparto de cuotas, ni intercambios de intereses o favores basados en el juego de los pactos y posibles coaliciones. Lo que probablemente hemos votado, y en esta ocasión más que en otras, es un modelo de sociedad con numerosos espacios comunes en el que todas las fuerzas políticas están obligadas a ponerse de acuerdo. Un espacio sin líneas rojas –concepto que debería hacer sonrojar a quienes lo utilizan sin ningún pudor- porque eso justamente es lo que ha dictaminado el veredicto de las urnas.
Esos espacios comunes pasan, entre otros muchos, por un modelo laboral dialogado entre los actores políticos y los agentes sociales que combine el crecimiento económico con salarios dignos, un modelo sanitario y educativo que no esté al albur de alternancias ideológicas y partidistas, una legislación que combata la corrupción y la desigualdad y que asegure derechos básicos para los más desfavorecidos, un modelo de comunicación público que asegure su independencia y el contrato con la ciudadanía, o una reforma de la ley electoral que garantice un reparto más justo y equitativo de escaños y una mayor implicación de los políticos con sus votantes. La lista de opciones en muchas otras materias, como la estructura territorial del Estado, son asuntos de enorme calado que habrá que abordar también desde posiciones de amplio consenso, pero ese debate no es incompatible, como parecen estar empeñados sectores políticos, con poner en marcha un país que a buen seguro estaría de acuerdo en apoyar propuestas de mejoras sociales y económicas, aunque éstas no provinieran del partido al que han votado.
Estas elecciones no han sido un fracaso, pero podrían serlo y dejarnos un sentimiento de frustración si los políticos a quienes les hemos dicho alto y claro que las cosas están cambiando, anteponen una vez más sus intereses de partido, sus estrategias electoralistas o sus contradicciones internas a la voluntad del electorado. Un Parlamento fragmentado no es sinónimo de un país ingobernable, es la constatación de que la democracia avanza y de que, antes o después, hay que enfrentar nuevos desafíos, que pasan por un estilo de generosidad política en el que todos estén dispuestos a hacer concesiones, a olvidar las líneas rojas o incluso a desgastarse personalmente por el bien de una amplia mayoría. Puede que las estructuras de los partidos, aparatos, barones y algunas reliquias del pasado no quieran aceptarlo, pero puede que los votantes sí.